sábado, 5 de julio de 2008

de Los detectives salvajes· Roberto Bolaño













"Laura Jáuregui, Tlalpan, México DF, mayo de 1976. ¿Ha visto usted alguna vez un documental de esos pájaros que construyen jardines, torres, zonas limpias de arbustos en donde ejecutan su danza de seducción? ¿Sabía que sólo se aparean los que construyen el mejor jardín, la mejor torre, la mejor pista, los que ejecutan la más elaborada de las danzas? ¿No ha visto usted nunca a esos pájaros ridículos que bailan hasta la extenuación para conquistar a la hembra?

Así era Arturo Belano, un pavorreal presumido y tonto. Y el realismo visceral, su agotadora danza de amor hacia mí. Pero el problema era que yo ya no lo amaba. Se puede conquistar a una muchacha con un poema, pero no se la puede retener con un poema. Vaya, ni siquiera con un movimiento poético.

¿Por qué seguí frecuentando durante a algún tiempo a la gente que él frecuentaba? Bueno, también eran mis amigos, todavía eran mis amigos, aunque no tardaron, ellos también, en cansarme. Permítame que le diga algo. La Universidad era real, la Facultad de Biología era real, mis profesores eran reales, mis compañeros eran reales, quiero decir tangibles, con objetivos más o menos claros, con planes más o menos claros. Ellos no. El gran poeta Alí Chumacero (que supongo no tiene ninguna culpa de llamarse así) era real, ¿me entiende?, sus huellas eran reales. Pobres ratoncitos hipnotizados por Ulises y llevados al matadero por Arturo. Trataré de resumir y ser concisa: el mayor problema era que casi todos tenían más de veinte años y se comportaban como si no hubieran cumplido los quince. ¿Se da cuenta?"


2 de Capítulo II





"Norman Bolzman, sentado en un banco del parque Edith Wolfson, Tel-Aviv, octubre de 1979.(...) Claudia, que los primeros días intentó ignorar la nueva situación finalmente también aceptó los hechos y dijo que empezaba a sentirse agobiada. Al segundo día de la estancia con nosotros, una mañana, mientras Claudia se lavaba los dientes, Ulises le dijo que la amaba. La respuesta de Claudia fue que ya lo sabía. He venido hasta aquí por ti, le dijo Ulises, he venido porque te amo. La respuesta de Claudia fue que podía haberle escrito una carta. Ulises encontró aquella respuesta altamente estimulante y le escribió un poema que leyó a Claudia a la hora de comer (...) Claudia me preguntó qué me ocurría. No me ocurre nada, le dije, ¿por qué me lo preguntas? Porque estás más silencioso que un muerto, dijo ella. Y así era como yo me sentía, no como un muerto pero sí como un visitante involuntario en el mundo de los muertos.(...) Me quedaba con Ulises (que por lo demás casi nunca aparentaba tener sueño) y conversábamos sobre cualquier cosa. Le pedía que me leyera lo que había escrito aquel día, sin importarme que fueran poemas en donde rabiosamente se percibía el amor que sentía por Claudia. A mí me gustaban igual. Por supuesto, prefería a los otros, aquellos en donde hablaba de las cosas nuevas que veía cada día cuando se quedaba solo y salía a pasear sin rumbo por Tel- Aviv, por Giv'at Rokach, por el Har Shalom, por las viejas callejuelas portuarias de Yaf, por el campus de la universidad o por el parque Yarkon, o aquellos en donde recordaba a México, al DF, tan lejano, o aquellos que eran o que a mí me parecían exploraciones formales. Cualquiera, excepto los de Claudia. Pero no por mí, no porque me hirieran a mí, o la hirieran a ella, sino porque intentaba evitar la cercanía de su dolor, de su obstinación de mula, de su profunda estupidez. Una noche se lo dije. Le dije: Ulises, ¿por qué te estás haciendo esto? Él hizo como que no me escuchaba, me miró de reojo (de manera tal, además, que yo recordé, en medio de cien relámpagos o más, la mirada de un perro que tuve cuando niño, cuando vivía en la colonia Polanco y al que mis padres sacrificaron porque de repente le dio por morder a la gente) y luego siguió hablando, como si yo no hubiera dicho nada (...) Cuando volví, a eso de las doce de la noche, lo primero que escuché al abrir la puerta fue música, una canción de Cat Stevens que a Claudia le gustaba mucho, y luego voces. Algo en éstas me hizo quedarme quieto y no seguir hasta la sala. Era la voz de Claudia y luego la voz de Ulises, pero no sus voces normales, las de cada día, al menos no la voz de cada día de Claudia. No tardé en darme cuenta de que estaban leyendo poemas.¡Escuchaban música de Cat Stevens y leían unos poemas cortos, secos y tristes, luminosos y ambiguos, lentos y veloces como los relámpagos, poemas que hablaban de un gato que se subía por las piernas de Baudelaire y de un gato, tal vez el mismo, que se subía por las piernas de un Manicomio! (Después supe que eran poemas de Richard Brautigan traducidos por Ulises.) Cuando entré en la sala Ulises levantó la cabeza y me sonrió. Sin decir nada me senté junto a ellos, me lié un cigarrillo y les rogué continuaran. Cuando nos acostamos le pregunté a Claudia qué había pasado. A veces Ulises me hace perder los estribos, eso es todo, dijo(...) Cuando se marcharon los fuimos a despedir al aeropuerto. Ulises, que hasta entonces parecía sereno, dueño de sí mismo, indiferente, se entristeció de pronto, aunque la palabra entristecer no es la correcta. Digamos que de pronto se puso sombrío. La noche anterior a su partida estuve hablando con él y le dije que me alegraba de haberlo conocido. Yo también, dijo Ulises. El día de su partida, cuando Ulises y Heimito ya habían entrado en el control de pasajeros y no podían vernos, Claudia se puso a llorar y por un instante pensé que ella, a su manera, claro, lo quería a él, pero no tardé en desechar esa idea."


11 de Capítulo II



"Edith Oster, sentada en un banco de la Alameda, México DF, mayo de 1990. Por aquella época la amistad entre Arturo y Ulises yo creo que se había apagado. A Ulises lo vi tres veces en México y la última, cuando le dije que volvía a Barcelona para vivir con Arturo, me dijo que no lo hiciera, que si yo me marchaba me iba a echar mucho de menos. Al principio no entendí qué quería decirme, pero luego comprendí que se había enamorado de mí o algo así y me dio un ataque de risa, delante de él, ¡pero si Arturo es tu amigo!, le dije, y luego me puse a llorar y cuando levanté la cara y vi a Ulises me di cuenta que él también estaba llorando, no, llorando no, me di cuenta que él hacía esfuerzos para llorar, que se estaba forzando las lágrimas y que algunas ya habían asomado a sus ojos. Qué voy a hacer, yo solo, dijo. Toda la escena tenía algo de irreal. Cuando se lo conté a Arturo, se rió y dijo que no se lo podía creer y luego trató a su amigo de hijo de la chingada."


19 de Capítulo II