sábado, 25 de octubre de 2008

3 poetas bolivianos






Historia universal de la angustia


Yo solía beber en la trastienda de la noche,
arrojar piedras a las gallinas,
escribir en las paredes
y llorar bajo los árboles...
la angustia era un toro enorme,
un toro enorme con un gallo en la cabeza,
era un búho, también búho enorme.

Una vez una mujer fue mi mujer
porque el búho de la angustia
me desposó con ella,
yo no tenía anillo, ni pan, ni lecho
y le doné mi soledad
la soledad dominical
que usa mi madre
cuando es apenas Dios
una bestia con cara de domingo;
pero no solamente soledad
di a esa mujer
le señalé también itinerarios
que siguiera en su viaje Gulliver.

Como Dios hizo al hombre
yo hice a esta mujer,
la hice en las sombras,
clandestinamente modeladas,
cuando a la noche de los campos
le crecían ladrillos en las orejas
cuando a la noche de las ciudades
le crecían biombos y esquinas
en el cuerpo,
cuando la noche era una enagua
yo hice a esta mujer
cuando la noche tenía cara de muerto.

Cuando yo hice a esta mujer,
diciembre y julio
tenían formas de ataúd
y un sábado borracho
atropelló a un tren nocturno.
Yo abría los ojos desmesuradamente
un lunes
y vi sólo ojos goteando
y derritiéndose
ojos secos de niñas
ojos de colegiala lamidos por lengua
de profesor,
y otros ojos a medias
llenos de espanto
y sucios por la palabra clerical,
vi ojos un metro más afuera
de su órbita normal
y vi la mujer que hice
cubriéndose los ojos
con lenguas de caballo,
danzando sobre su propia muerte
en el proscenio de la angustia,
la vi sola en todos los crepúsculos
y en todos los relojes,
de naufragio en naufragio
con su soledad crucificada,
de primavera en primavera
ahuyentando los pájaros nocturnos.

Yo no he creído en Dios
y lo anudaba siempre en la corbata
he concluido un largo cigarrillo
y sé que para nada sirve
que el hombre justifique su idiotez
cada domingo viene con sus filos
la muleta que dije
para mi corazón.
Sábado me espera en un pedal,
el sur ha despertado
al amparo de las sombras
yo hice una mujer
por los cuatro costados
me introduje en su vida
por los cuatro costados
de su vida me voy.



Págs. 133-135


Gustavo Medinacelli
(Potosí, 1923-1957)


(de Cuando su voz me dolía)





La musa se va

No me has visto sonarme las narices,
toser;
ir al baño,
tirar la cadena.
No has olido el humo en mis cabellos
cuando llego al trabajo;
no has besado la sal de mi cansancio,
ni me has visto poniéndome el pijama,
ni me has oído roncar a pierna suelta,
ni has soportado mis cabreos
al amanecer,
cuando se corta la ducha y estoy enjabonado.

La verdad está en la gripe
y la ropa sudada;

en el olor a huevo frito,
a ollas y sartenes sucias;

en los discos de boleros
rayados por el uso;

en los minutos fatales
que siguen al choque de los cuerpos
(cuando pides un Klínex
o enciendes un cigarro);

en la cara de los protagonistas
que ya no ríen cuando se cuentan chistes
porque la noche avanza
y el tiempo no perdona.


Págs. 163-164


Pedro Shimose
(Beni, 1940)



(de No te lo vas a creer)




Epílogo


Me he muerto a mí misma
y eso me conmueve en sobremanera.
Volver a preparar mi desaparición
me consuela y me desgasta.
Pero puedo seguir la curva de mi brazo
lo que me da la medida de mi soledad
y puedo morderme el vientre de nuevo
lo que enciende el sumidero
en el que temo caer para siempre.

Amo este mi cuerpo árido
sin solicitud, con avaricia
mi negro hombro infantil
que se desplaza según el cielo
que diseña todo invierno.

(No conozco otra estación que el despojo).

Todavía no me interrogo
sobre lo que significa para mí
esta nueva derrota en mi historia.
Me pregunto cuántas veces aún
tendré que ofrecer mi cuerpo
para cambiar de nombre
y llamarme solamente a mí
con mi claridad desamparada
y mi oculta herida sin balanza.

Me pienso a veces
con el orgullo de una estrella
y alguien en mí se mofa del algodón
con un canto de sirena entre los senos
no entiende nada de las hormigas
ni del placer de mirarse morir
matando lo harto que todavía hay en mí
de niña tierna y maternal.

Pocos son los que comprenden el fuego que se está quemando
y que puedo morir de verdad morir de verdad
sin un signo de locura.


Págs. 196-197


Blanca Wiethüchter
(La Paz, 1947)


(de Madera viva y árbol difunto)



Antología de la poesía boliviana: Ordenar la danza
Selección y estudio: Mónica Velásquez Guzmán
Ediciones Lom, Stgo, 2004
283 páginas

2 comentarios:

clara dijo...

El de Blanca, de inpronunciable apellido, me lo llevo.

gracias por compartirlos

Lobo dijo...

jaja, en verdad no se puede pronunciar

el poema me encanta
saludos